top of page

AIRENIS CHINCHILLA CÁRDENAS

Venga y lea sin compromiso mijo por qué el millo es uno de los productos que sigue enamorando a grandes y adultos, por su entrañable sabor a maíz y panela. 
 

¡Venga y viaje en la memoria mano!

Cuando detrás del pregón está el millo, 
el melao y la sonrisa de Airenis

 

 

Esta historia tiene aroma a millo y a melao de panela. Y un ingrediente más: la sonrisa de Airenis Chinchilla Cárdenas. Las semillas explotan en la olla y se estrellan contra la tapa desgastada por el paso de los años. Ella cuenta que tiene un secreto para su preparación. ¿Y es que acaso existe alguno?, se preguntan los que detrás de cámara le siguen el paso a su preparación.

 

Son las 2 de la tarde. En una vivienda humilde de Asocoflor, en un sector aún no legalizado por el gobierno de turno, se prepara la venta de la tarde, sesenta bolas de delicioso y crujiente millo recubierto con un manto de panela derretida y cortes finos de coco. Este último ingrediente es parte de la decoración y la clientela dice que es un toque particular que le añade más sabor al deleitarse como merienda. La casa siempre huele a miel y sus habitantes poco consumen lo que se prepara en su estufa a gas.

 

Es momento de llevar a sus invitados al silencio y Airenis sabe cómo hacerlo: logra detener la mirada de los espectadores en el movimiento acelerado de la olla donde las semillas danzan y se convierten en una diminuta crispeta. “Si el maíz no se lava lo suficiente, no explota. Ese es el mi secreto”.

 

 

 

 

Hace 16 años llegó a Bucaramanga proveniente de Aguachica, Cesar. Antes de mezclarse con las mieles del millo, la madre de 41 años fue recicladora. Junto a su esposo José Oriel Osorio intentaron sobrevivir con este oficio, pues en su travesía arribaron a la ‘ciudad bonita’ con cinco hijos que debían mantener. Airenis agradece a su cuñada Esther porque fue la que le dio la idea de preparar millos y venderlos por las calles del barrio.

 

“Allá va la que vende millos en pelota”. La frase causaba risas a los vecinos del sector. Airenis recuerda que los ancianos eran los primeros en salir a las puertas para confirmar si en realidad una vendedora desnuda desfilaba por las calles empinadas ofertando el producto. No les prestaba atención; así logró darle nombre a su venta y cautivar a los niños, que son sus principales clientes.

 

 

 

 

 

Antes vendía todos los días, ahora solo lo hace los fines de semana. Entre semana se empleó como doméstica, lo que le permite llevar más dinero a su casa. “Solo hago aseo, ni lavo ni plancho”, relata mientras revisa el melao que aún no está a punto. 

 

Lleva el maíz en una taza de plástico y la deja sobre el comedor. Se devuelve a la estufa y busca más crispetas. Es el momento para fijar la mirada en la pared de ladrillo en la que están las fotos de cada uno de sus hijos. Son siete en total: José Guzmán (26 años), María Fernanda (23 años), Duvan (19 años), Mairi Yulieth (19 años), David (16 años), Daniel Felipe (14 años) y Santiago (11 años). La toga y el birrete son el traje que todos lucen, pareciera ser el requisito para estar en el muro del orgullo que Airenis mira con la ternura de una madre y al mismo tiempo con la templanza que solo dan los años: “A todos los he ayudado a salir adelante con la venta de millo. Todos han ido a estudiar”.

 

Mairi Yulieth tiene los ojos verdes como su abuelo. Sonríe como su mamá. Habla con las manos. Es sorda. De los hijos de esta vendedora solo ella le ha aprendido la técnica a la hora de armar las bolas de millo y lo hace con facilidad. Las deja en la taza y toma el celular para tomar fotos. Su hermano Santiago dice que las pasa vía chat a sus otros hermanos.

 

El melao está tibio. Airenis lo esparce con su mano sobre el millo y le da forma de manto. Lo hace rápido para que “no se apanele” (no se cristalice la panela). Luego toma los trozos de coco y los pone para decorar.

 

El recipiente metálico está listo. Se prepara para salir a la venta. Lanza la primera frase: “Miiiiiiiiiilllloooooooooosssssss”. De inmediato dos niñas salen al encuentro. Cuentan las monedas y toman el producto. Paso a paso sube las calles empinadas de Asocoflor. “Me gusta venderlo, disfruto haciéndolo. Dígame, ¿a quién lo le gusta el millo? Solo le veo la cara y se saborea.

bottom of page